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DOMINGO DE RAMOS. TERCER DÍA DEL TRIDUO.

Tanto amó Dios al mundo . . .

Estos días hemos estado participando en el triduo, que la Hermandad de la Oración en el Huerto, celebra todos los años en las vísperas de la Semana Santa.

He querido compartir mi vivencia de fe motivada por el año de la pandemia. La sociedad en su conjunto, y especialmente algunas familias conocidas o amigas nuestras, han vivido a lo largo de este año la experiencia de la pasión en sus propias carnes. Una pasión que se hace actual en el sufrimiento y en el dolor de tantos hermanos que sufren la cruz de la enfermedad. Una pasión no ajena a la que el Señor vivió en sus últimos días, y que celebramos con solemnidad en el recuerdo de su pasión, muerte y resurrección. A eso nos encaminamos nuevamente. Aunque se ha roto la inercia de las celebraciones habituales de la Semana Santa, nos aceramos a ella de otra forma, tal vez más íntima y sosegada. Lejos del bullicio de la calle y la tensión con la que las hermandades y cofradías de la semana de Pasión, viven la manera de contar y celebrar la historia de Jesús aquellos días de su entrega por nuestra salvación:

“Tanto amó Dios al mundo”

hemos escuchado en el Evangelio.

Pregúntate, se decía a sí mismo un autor cristiano, si eres consciente del amor de Dios. No si tienes tal o cual idea sobre Dios. No si sabes determinadas nociones sobre Él. Ni siquiera si te sabes oraciones que decirle. Pregúntate si experimentas de verdad que Dios te quiere. Si experimentas la inmensidad de ese amor entrañable que le lleva a ofrecerse por ti. Si eres consciente de esa ofrenda continua de Dios por ti.

No es la cruz una realidad nueva, está instalada en nosotros, impresa en nuestra misma naturaleza humana. Hay cruces que nos sobrevienen y hay cruces que nacen de nuestra propia contingencia y finitud. La cruz es una palabra que forma parte de nuestro vocabulario habitual. Muchas veces referida a los sufrimientos provocados por la enfermedad o fruto de nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Hablamos de la cruz referida a nuestras prácticas religiosas. La llevamos colgada en el cuello. Forma parte del inicio de cualquier actividad. En el nombre del Padre…También nos referimos a la cruz sabiendo que no todas tienen la misma significación, por su origen. Algunas son generadas por nuestros fallos y pecados. Son cruces que imponemos a los demás injustamente. Y hay cruces que se nos imponen por injusticias sociales de diverso origen.

Hay cruces que hacen sufrir y cruces que nos hacen crecer y madurar, individual y comunitariamente. Ojalá y así fuera para la sociedad en su conjunto. Porque indudablemente hay cruces que conducen a la muerte, pero hay otras que conducen a la vida.

Muchas personas, como hemos reflexionado estos días, han contestado al amor recibido de Dios sirviendo a los enfermos hasta límites insospechados.

Ha sido a la vez una experiencia llena de luz. De vida, según la hondura del Evangelio. He venido para que tengan vida, y ésta sea en abundancia. La enfermedad convertida en epidemia nos ha forzado a frenar nuestras inercias y rutinas, nos ha llevado a valorar de otra manera lo que somos y tenemos. También ha tocado  nuestra manera de vivir la fe. Una fe adormecida en ocasiones. Una caridad reducida a simple limosna. Una esperanza carente de pasión.

No podemos, ni debemos, quedarnos en el Viernes Santo. Cristo vive entre nosotros. El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la esperanza dichosa de su reino, rezamos con una de las Plegarias Eucarísticas de Adviento.

Hoy, en este marco de reflexión, cuando estamos para dar inicio a la celebración de la principal de las fiestas cristianas, os invito recordar las palabras del papa Francisco, el  pasado 27 de marzo de 2020, ante una plaza de San Pedro completamente vacía, en la homilía pronunciada en un sobrecogedor momento de oración por las víctimas de la pandemia:

Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa que desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades […]. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia Ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida […]. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.

Este año arrancamos de nuevo  la fiesta de la Pascua con el corazón entristecido. Se han roto nuestras rutinas. Seguimos sin poder volver sobre los ritos de todos los años con las mismas maneras de celebrar. Ahora sí que podemos entender la experiencia de los discípulos de Emaús, vueltos a su pueblo, tristes y desilusionados, por lo que le había pasado a Jesús en Jerusalén: “Nosotros esperábamos… y ya ves, lleva tres días muerto”, responden al  Caminante encontrado en el camino. No habían perdido la fe. Habían perdido la esperanza. Y con ella la  de seguir trabajando por un mundo mejor, tal como el Maestro les propuso.

La mañana de la Resurrección vino a poner el orden de la vida adormecida de los discípulos “patas arriba”: ¿ Por qué buscáis entre los muertos al que vive?.

No fue fácil para los primeros discípulos, ni para la Madre, ni para el grupo de amigas de Jesús, ni para Pedro, ni para  los de Emaús.

Ellos tuvieron que echar mano del rescoldo. Y es a lo que nos invita a nosotros el Señor, en esta víspera de la segunda Semana Santa en tiempo de pandemia. El rescoldo es el ascua que queda enterrada en la ceniza del día anterior. Aparentemente no hay vida, pero basta que escarbemos un poco  en ella para encontrar un pequeño tizón encendido todavía. Esa ascua, revitalizada por la fuerza del aire del Espíritu es la que enciende en “la noche”, en nuestras noches, el Cirio Pascual. La esperanza reavivará con certeza la llama de la fe y del amor.

Demos gracias a Dios porque la prueba de la cruz, del dolor y de la muerte, nos ha llevado a encontrar el ascua enterrada todavía en nosotros. Gracias porque aún quedan  restos de leña encendida en los grupos de la Iglesia. Gracias por la vida que perdura en la parroquia y en los movimientos, en las  asociaciones y en las hermandades de las que formamos parte. Ascuas en nuestras familias, en los amigos y amigas que están a nuestro lado pasando la incertidumbre de este tiempo de pandemia. O, simplemente, contemplando con nosotros los desajustes de la sociedad y el mundo en que vivimos,  y la necesidad de reactivarlos según el proyecto de Dios. Yo sé que quedan.  Son los rescoldos de Dios en nosotros y en el mundo que habitamos.

“Resucitó el Señor, como caminante que nos acompaña

en las noches oscuras de la vida,

ayudándonos a leer la realidad

desde el amor que acoge y comparte”.

“Sus heridas nos han curado”, Is. 53,1-5; 1Pe 2 … Cicatrizadas nuestras heridas en la misma cruz del amor serán luz en el camino de tantos hermanos y hermanas nuestros a quienes el Señor nos envía a servir.

Francisco Guerrero González (Extracto de la lectura del tercer día del Triduo en honor a nuestro Titular)



Marcha: Jerusalén de José Vélez García